 |
 |
 |
 |
 |
En
esta sección hablaré de los inicios del graffiti
en España, limitándome brevemente al movimiento
de graffiti autóctono en el Madrid de los 80 (el Madrid
de La Movida), pero sobre todo me he centrado en
el relato sobre, quizás, el personaje más representativo
de la época: Muelle.
Muelle se impuso en el Madrid de los años ochenta sólo
por su apodo convertido en rúbrica, una firma donde
no había demasiados propósitos artísticos.
La espiral terminada en punta de flecha que hacía de
vector a la lectura bajo las letras, no era apropiadamente
un dibujo, sino un recurso caligráfico bastante elemental.
A la larga, no tuvo mucha fortuna en aquello de colocar su
creación (en realidad su nombre), tener un galerista,
probar con otros soportes. Soñaba Muelle con derechos
de autor, con tener un buen local y mejores instrumentos para
ensayar con sus colegas del grupo de rock donde tocaba; soñaba
con poder hacer en una imprenta de verdad aquellas pegatinas
que esmeradamente coloreaba a mano , y soñaba buscando
incansablemente el muro limpio que se viera bien al pasar
(como su última obra importante: la firma a seis colores
en la M-30, ya borrada). Sus cálculos en las estaciones
del metro le crearon enemigos, tanto entre el funcionario
del metropolitano como entre los propios chicos del grafito,
pues había quien iba detrás para emborronar
la obra o algún imitador, que siempre detectaba.
Lo que Muelle no previó jamás es que su firma
se iba a quedar como parte de una geografía de la que
se participa sin conciencia y con mucha prisa. La firma de
Muelle se ve pero no se mira. Con algo de buena voluntad,
algo habrá de conservar, que hoy, arrancar trozos de
muro pintarrajeados y guardarlos, tras lo de Berlín,
no resulta nada raro. El que tenga un Muelle que lo cuide.
Ya no habrá más.
Juan Carlos Argüello, Muelle, murió a los 29 años
víctima de un cáncer. El profeta de los grafiteros
castizos, que adornó el Madrid de la segunda mitad
de los ochenta con su peculiar marca, alumbró a toda
una pléyade de guerreros del aerosol que usaban los
muros de la ciudad para expresar una actitud y una ética
distintas a las convencionales. Ahora, después de miles
de pintadas, la herencia mural de Muelle es escasa. Pero el
concejal de cultura está dispuesto a exhibir alguna
de sus obras si recibe solicitudes para ello. Sería
un homenaje póstumo al artista callejero que dió
bastante trabajo a otro servicio municipal, el de Limpiezas.
Un empleado de ese departamento se refería al artista
callejero como "ése que puso de moda el guarrear
la ciudad".
Muelle había dejado de actuar en 1993,al considerar
que su "mensaje" estaba ya "agotado".
Casi todas sus huellas y las de sus epígonos han sido
borradas por bayetas municipales, y sus retoños pintan
garabatos inspirados en las nuevas culturas de baile.
Muelle
se hizo, literalmente, un nombre en las calles del Madrid
de la movida. A partir de 1984 difundió su mote (que
arrancaba desde la escuela, por haberse hecho una bicicleta
con un muelle gigante de amortiguador) por el perfil estético
de la ciudad, a través de miles de pintadas. Primero
en el barrio de Campamento, donde vivía. Después
por toda la Villa y Corte, e incluso por toda España.
Casi siempre con nocturnidad. Al principio sus obras eran
meras firmas. Posteriormente empezó a sombrearlas con
colores o con dimensiones de profundidad, que le aproximaban
a la estética del grafito neoyorquino. Los años
de práctica también le proporcionaron unos sólidos
principios éticos. Muelle fue seleccionando sus lienzos,
concentrándose en superficies muy visibles, tapias
de solares o vallas publicitarias(por las que sentía
predilección, ya que consideraba su "mensaje"
como un antídoto contra el bombardeo de imágenes
que nos invade). Evitaba lugares de interés cultural
o natural. Le preocupaba, incluso, el hecho de que los aerosoles
que usaba se cargaran la capa de ozono. Lo suyo, como él
mismo decía, era una historia carismática, democracia
cultural en movimiento, corte de mangas al sistema. Voluntad
de expresión de un chaval de barrio con ganas de dejar
impronta, tanto plástica como sonora (aporrear los
parches de su batería era su otra pasión).
No admitía bromas al respecto: en diciembre de 1985
Muelle registró su logotipo en la propiedad industrial,
y nunca permitió que su nombre quedara ligado a marca
o establecimiento alguno. El dinero para el maletín
repleto de rotuladores y aerosoles salía de su bolsillo.
Incluso llegó a poner pleitos a un par de agencias
de publicidad, acusándolas de haber plagiado parte
de su logo. Hasta llegó a denunciar, en junio de 1988,al
mismísimo ayuntamiento de Madrid, con ocasión
de una ilustración en la revista Villa de Madrid que
reproducía su marca. Y es que con el consistorio no
parecía llevarse bien. En 1987 fue sorprendido mientras
plasmaba su rúbrica sobre el pedestal de la estatua
al oso y el madroño, pocas horas después del
emplazamiento definitivo de ella en la entonces recién
remodelada Plaza del Sol. Multado con 2500 pesetas, Muelle
defendió ardorosamente, como un moderno Veronés
la validez de su arte callejero ante los tribunales. La repercusión
de su hazaña le valió para salir en los periódicos,
en una de las pocas veces en que relajó su reacia actitud
hacia los medios de comunicación. Un año más
tarde, cuando operarios municipales limpiaban la estatua de
la Cibeles, todas las cubiertas del andamiaje que rodeaba
la estatua aparecieron firmadas por él.
Su
actividad transcurrió al margen de las instituciones.
Pero éstas son las únicas que pueden preservar
lo que queda de su obra (después de haber destruido
la mayoría), como el enorme logo en rojo que saluda
a la Red de San Luis, varios metros por encima de la acera,
a la altura del número 32 de la calle de la Montera.
Es una de las pocas pintadas de Muelle que aún existen
en la ciudad. El concejal de cultura deja abierta la puerta
a la conservación de alguna pieza. Pero no es el único
protagonista. Muelle también viajó con su arte
fuera de Madrid y allá por donde anduvo no se recató
en dejar huella. La huella del aerosol.
|
 |
En
Madrid, la mole del depósito de agua que se alza siniestro
y gris a la altura de Plaza de Castilla sigue intacto. Todavía
no ha sucumbido a los sprays de Muelle. Pero la osadía
de algunos seres alcanza cotas insospechadas y cualquier día
los madrileños madrugadores pasarán ante la
estructura de hormigón y pensarán que aún
no se han despertado. Porque un día cualquiera del
invierno que se avecina descubrirán en ese portento
de la fealdad ingenieril un toque de color, una "M"
realizada con un "looping" y una rúbrica
en forma de tirabuzón terminado en una flecha. Ese
día se habría cumplido el que según afirman
es el sueño de Muelle. Arrepentido de anteriores y
lacónicas manifestaciones a la prensa, celoso de su
propia imagen hasta el punto de desear ser un nuevo caballero
inexistente, como el de Italo Calvino, Muelle no quiere que
su presencia salga del plano en que se manifiesta su firma,
sobre las tres dimensiones de los seres humanos y se personalice.
Los recortes de prensa, la policía, los juzgados y
el ministerio de Industria, donde ha quedado registrado el
nombre para evitar posibles pirateos comerciales, aseguran
que tras esa firma colorida y omnipresente se esconde un tal
Juan Carlos Argüello, residente en el barrio madrileño
de Campamento. Pero Muelle quiere seguir siendo el caballero
inexistente; ha cambiado la armadura por una chupa de colores,
el alazán por una Vespino petardeante y ya no es un
hidalgo "de adarga en astillero" sino de spray en
mano.
De niño empezó a ser conocido por los chicos
del barrio como Muelle el día en que, según
cuenta la leyenda, completó una bicicleta completamente
destartalada con un inmenso muelle recogido no se sabe en
qué oscuro vertedero. Ahora empieza a ser tan emblemático
en Madrid como el oso y el madroño. Precisamente, una
pintada en el pedestal de este monumento provocó el
descubrimiento de que tras aquella firma fantasma había
una persona concreta. Fue un desafío para Muelle, un
cebo para que el sereno de la zona se le echara encima y avisara
con su walkitalkie a sus compañeros: "trincado
al Muelle". Siete de ellos acudieron para ver al que
hasta entonces no había sido más que una sombra
fugaz que dejaba a su paso una estela de color; haciendo caso
omiso de unas calles que a esa hora están plagadas
de prostitutas y borrachos que salen de algunos de los templos
de la posmodernidad, navajeros y yonkis sosegados ,los serenos
rodearon a Muelle; estaban entonces, según testigos
presenciales, como si en una operacióm milimétricamente
planeada hubieran capturado al enemigo público número
uno.
Este no fue el único encuentro con los guardianes de
la ley. Su primera detención se había producido
cuando un guarda jurado lo pescó estampando su firma
en un cartel publicitario del metro. El juez le puso una multa
de 2500 pesetas, una primera multa a la que se fueron sucediendo
otras hasta las 12000 pesetas, canjeables por dos días
de cárcel, que pagó el mes pasado. En otra ocasión,
una noche, se hallaba realizando una pintada en la zona de
Embajadores. Notó-cuenta un amigo indiscreto-que había
sido controlado por un Nissan de la policía. Saltó
a la moto y, callejeando, intentó una huída
desesperada. Desembocó en una avenida y...¡Maldición:
un semáforo en rojo! Su respeto por las normas de circulación
lo puso en manos de la poli.
-¿Eres tú el que estabas haciendo la pintada?
-¿Qué pintada?
-¡Hombre, un listillo!
-Sí, era yo.
-¿Tú eres el Muelle?
-Sí,¿por qué?
-¿Te importaría firmarnos un autógrafo?
Con su popularidad han crecido los amigos apócrifos
y, cuentan, él se divierte tirando de la lengua a la
gente que inventa leyendas ,inexistentes amistades y supuestas
correrías nocturnas spray en mano. No ha faltado quien
atribuyó las pintadas a una agresiva e imaginativa
campaña publicitaria orquestada por una multinacional;
quien aseguró que obedecían a las herméticas
maniobras de infiltración de una secta, quien aducía
saber de buena tinta que en realidad se trataba del lanzamiento
de un nuevo colchón de muelles indeformables. Lo cierto
es que una conocida fábrica de colchones llegó
a ofrecer cinco millones de pesetas por la marca, oferta que
fue rechazada por el grafitero para estupefacción de
su madre y orgullo de sus seguidores. No siempre que Muelle
se ha visto envuelto en asuntos judiciales ha sido en calidad
de denunciado. Según afirma un incondicional de Muelle,
un concejal de distrito pone auténtica saña
en el borrado de las rúbricas, llegando los servicios
de limpieza enviados por él a respetar otras pintadas
realizadas junto a las mismas. En otras ocasiones, los "limpias"
del ayuntamiento pasan de todo y respetan sus pintadas. Paradójicamente,
nuestro héroe ha llegado a denunciar el uso indebido
de su marca en la revista Villa de Madrid, editada por el
ayuntamiento. También denunció el plagio de
su rúbrica en el lanzamiento publicitario de un coche,
pero para alguien que se gasta su escaso presupuesto en rotuladores
y sprays resulta oneroso interponer una demanda penal.
El ayuntamiento de Parla llegó a pedirle que impartiera
un cursillo de pintadas a los chicos de la localidad para
que aprendieran a canalizar sus ímpetus pictóricos
sin destrozar el entorno. Y es que Muelle, después
de casi una década de aprendizaje práctico,
está orgulloso de su respeto ciudadano: sólo
pinta en aquellos lugares baldíos, paredes abandonadas,
tristes vallas de obras, en los que su impronta no daña
monumentos o da un toque decorativo al paisaje urbano. En
su casa, además de haber desesperado a su madre por
el furor con que decora las paredes, realiza los bocetos y
pruebas de color que tiznarán la ciudad; es lógico:
una pintada polícroma puede llegar a costarle 5000
pesetas (hablamos de los tiempos de los Novelty y de los "Duplix",
ojo, la gente de la vieja escuela sabe lo que costaban esos
botes en aquella época). A sus veinticinco años
se ha convertido en un famoso desconocido; su casa se llena
de niños de los rincones más variados de Madrid
que le piden una rúbrica en la camiseta o que convierta
sus nombres en un graffiti. Deseoso de mantenerse en el anonimato
y, a la vez, comunicarse, ha abierto un apartado de correos,
el #####, al que mandan caricaturas, firmas con logos, y cartas
de amas de casa, niños y profesores.
Cuentan que se siente feliz con lo que él llama su
"carisma" y sólo le preocupa que puedan confundirlo
con uno de esos "niñatos" que pintan en cualquier
superficie.
(Extraído
de un artículo de 1991)
|
 |
Los
llamados flecheros madrileños reperesentan a un colectivo
de jóvenes graffiteros madrileños de la época
de los 80 que desarrollaron un estilo de graffiti autóctono,
desligado por completo del original movimiento de graffiti
neoyorkino tal y como hoy lo conocemos.
El
término flecheros viene de la inclusión de flechas
en sus firmas. Estos tags surgen de forma espontánea
y natural, sin referencia alguna al graffiti importado desde
los EEUU, siendo el pionero en nuestro país Muelle
a principios de los 80 y seguido por otra serie de escritores
símbolos de una época como Rafita, Max 501,
Blek "La Rata", Glub, Remebe, Tifón, Josesa
Punk... Con una filosofía de graffiti definida, en
parámetros generales, por un respeto a los monumentos
y lugares artísticos y por el emplazamiento arriesgado
de sus pintadas, generalmente en céntricas calles o
autopistas. Se caracterizaban, además, por el hecho
de engordar su firma añadiéndole bordes, brillos
y sombras para hacerla destacar. Ésto le confería
un estilo específico y una gran personalidad a la insignia
de cada uno.
Un
dato importante a destacar es, como ya se ha dicho, la desvinculación
de estos graffiteros con el graffiti proveniente de EEUU (el
cual ya llegó a Europa dentro del paquete Hip Hop).
Nos encontrábamos así con que muchos de estos
graffiteros eras heavies, rockeros o símplemente no
pertenecían a ninguna tribu urbana, en contra de lo
que pasaría en la llegada de la segunda oleada de graffiteros
a principio de los 90, donde este movimiento estaba más
ligado al rap y en general al movimiento Hip Hop. |
|
|
 |
|
|
|